Me incliné lentamente para besar los labios de Ana, para rozar esa mancha rojiza envuelta por el mar blanco de su piel, y sentí cierto gusto al notarlos distintos. Sus manos duras, su cuerpo frío, su soledad purpúrea.
Como en nuestra primera cita, nos rodeaba el silencio. Por aquel entonces yo estaba muerto, sumido entre la depresión y los neurolépticos.
Ahora la muerta era ella.
Salí del Tanatorio pensando en aquella curiosa paradoja. Después, arrojé el frasco de arsénico por la alcantarilla.
Me ha encantado, es una de esas historia que dan que pensar.Un fuerte abrazo y buen finde.
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