Hay ocasiones en las que nos aferramos a un recuerdo de forma patológica. No sabemos por qué, pero se mantiene en nuestra mente día tras día, a veces oculto por los quehaceres cotidianos de nuestro cerebro, a veces reavivado intencionadamente para la recreación, a veces insertado parásitamente en nuestros pensamientos. Puede que ese recuerdo persista ahí gracias a nosotros, a pesar de nosotros o ambas cosas simultáneamente. Que inconscientemente nos aferremos a él para mantener viva la esencia de lo que rememoramos, como un intento vacuo de perpetuar la realidad que se nos fué de las manos algún día.
Mi último pegajoso recuerdo ha sido un amor frustrado, para variar, uno de esos que se incrustan de una forma inesperadamente profunda. Ese fué el mayor peligro de aquel amor, que vino sin que yo me diera cuenta. Pero no os voy a hablar de él, porque eso es algo que ya he hecho conmigo misma durante demasiados días, semanas, incluso meses. He rememorado hasta el último minuto de una relación que me pareció mágica, pero que se evaporó de una forma tan etérea y misteriosa como lo era el hombre del que me enamoré. O quizás me enamoré de un misterio en mi tonta ilusión por resolverlo, y pensar que la solución no iba a romperme el corazón.
Este mensaje es un paso en otra dirección: mi primer cambio de rumbo con la finalidad de aniquilar la obsesión. Imagino que esto es una paradoja en sí misma; olvidar no consiste en escribir sobre el objeto de olvido. Pero de alguna forma hay que ayudar al pensamiento a mentalizarse de que hay que cambiar el chip. Este es el homenaje al día en que por primera vez digo Adiós al recuerdo, el momento de coser la herida, de desinfectar y cubrir esa erosión que quedará convertida en una cicatriz más. Un vértice más, de los que se clavan dentro.
gracias por recordarlo...
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