Cuando se estudia una carrera con el propósito de forjar un respetable futuro y una profesión digna, creciendo en ambiciones o soñando con objetivos más o menos atractivos, es inevitable fijarse en lo que sucede en el día a día y ver cómo la realidad dota a las cosas de un toque típicamente descorazonador.
Me explico. Uno, en su fuero interno, aspira a ser médico; si es posible en algún puesto importante (director de una clínica privada por poner un ejemplo), y por pedir que no quede, ser una eminencia en la especialidad que sea. Uno imagina su vida como persona adulta e independiente, acudiendo al trabajo todos los días, atendiendo a pacientes que lo adoran, dando conferencias importantes con mucho público o incluso siendo profesor de facultad (que dicho sea de paso, no vendría nada mal para depurar lo que pulula hoy día por las universidades, aunque esto será tema de otro capítulo).
Uno, cuando la toma de apuntes deja un hueco libre para el raciocinio, puede atisbar la pasión que sentía por la medicina cuando veía "La vida es así", gran serie de televisión que despertó la vocación de casi todos los estudiantes de medicina de mi generación. Y se le erizan los pelos de los brazos a uno cuando le explican la patología del sistema inmunitario o la cascada de la coagulación (siempre y cuando el profesor que lo explica no sea lo que normalmente es, un pésimo docente, aunque vuelvo a repetir que eso es tema de otro capítulo). Uno llega a recordar que la Medicina es una de las más bellas disciplinas.
Pero... toda esta grandeza, los sueños, las aspiraciones, lo bello de estudiar una carrera tan respetada... quedan relegados a los momentos de reflexión como éste. Porque una cosa es el momento puntual en el que uno se plantea por qué estudia Medicina, y otra cosa es el día a día y las preocupaciones que éste trae consigo.
Por poner un ejemplo:
A un estupal, que se levanta a las seis de la mañana para coger el autobús, la primera preocupación que le atormenta es poder entrar el primero en el autobús para coger el único asiento que puede abatirse hacia atrás. Esto es un dato muy importante, porque ir en ese asiento permite continuar el sueño que todavía se lleva encima hasta que se llega a Valladolid. A las seis de la mañana la Medicina no es una gran carrera, es una gran putada.
Otra de las preocupaciones es qué ropa ponerse, sobre todo los días que toca quedarse a comer en Valladolid porque haya prácticas o clases por la tarde. Estaría bien arreglarse y tener la valentía (por no decir otra cosa) de las pijas pucelanas para ponerse minifaldas y tacones en pleno invierno. Incluso perfumarse y maquillarse. Pero no puedo comprender cómo resiste esa especie (las Estuvales pijis hembras -ver "Los Estumedis"-) a los avatares del día. La prueba de fuego es bajar a la cafetería. Se entra oliendo a Nenuco, o Cool Water, o Nina Ricci, o a naftalina si me apuras, y se sale de allí oliendo a empanadillas fritas con aceite rancio y humo de tabaco de diez marcas diferentes.
Créeme, es una de las sensaciones más desagradables que he conocido; ir duchado y con el pelo limpio y notar como un halo de olor a fritanga se abalanza sobre ti y te rodea inexorablemente, porque sí, es un olor tan penetrante que si se aguzase un poco la vista, llegarían a percibirse sus formas.
Ante tal destino, y teniendo en cuenta que es IMPOSIBLE eludir el ir a la cafetería (una especie de magnetismo más fuerte que la propia voluntad te arrastra allí) cabe la opción de optar por ducharse y lavarse el pelo y todos los días dándole un agua a toda prenda que haya pasado por allí, o contribuir a las campañas ecologistas llevando la misma ropa hasta que algún perro callejero se abalance sobre ti.
También es importante el vestuario el día en que toca sacar o devolver libros de la biblioteca. Y dirás que qué tiene que ver el tocino con la velocidad, pero enseguida lo explico. Es fácil ir con zapatitos, chaquetita y faldita cuando sólo se carga con el peso de los apuntes en la carpeta; imagínate tal situación con tres libros de dos kilos de peso cada uno y cuyas dimensiones son 30 x 20 x 10 (en Medicina los libros no se miden por superficie, sino por quintales). Si te trae papá en coche, o si tienes un esclavo que haga la tarea por ti, no hay problema. Pero si vienes de Palencia (recuerda que te has levantado a las 6 de la mañana odiando al mundo, que has caminado hasta la estación de autobuses con lluvia y sin paraguas, que has peleado por el asiento abatible y que ya llevas considerable carga de estrés encima) añadir tres libros de esas características puede ser fatal con esa indumentaria.
Hay que pensar que no se puede cargar con esos libros así, alegremente bajo el brazo. Porque se necesita un título de levantador de peso o un brazo de medio kilómetro de longitud que pueda enrollarse sobre los libros para que no se caigan. Por tanto hay que confiar en la mochila, y en nuestra sagrada espalda. Lógicamente, ir con zapatitos, chaquetita y faldita con una mochila a la espalda (que dado el peso no se puede llevar colgada sólo de un asa -como la llevan los pijos-), es un crimen que sería gravemente sancionado por las Estuvales hembra. Pero si a uno le importa tres narices lo que opinen los demás, cabe decir que además es realmente incómodo y frustrante, por no decir antiestético, llevar la chaquetita arrugada entre las asas de la mochila que tiende a hacernos caer hacia atrás por desplazamiento del punto de gravedad, la faldita subiéndose por detrás y los zapatitos haciendo daño en los pies. Demasiadas cosas para preocuparse a las siete de la mañana. Así pues, en tales circunstancias, escoges el chándal y las playeras y vas tan cómoda. Aun así, el peso de los tres libros se hace difícilmente soportable. Los escritores de libros de medicina interna no tienen piedad, y luego sobran estudios médicos sobre el desconocido origen del dolor de espalda.
Quisiera detenerme a analizar lo de la mochila un poco más. Como ya he mencionado, la mochila está prohibida entre los pijos a no ser que sea de marca y se lleve colgada de una sola asa. Normalmente la llevan los hombres, ya que las mujeres no tolerarían tal falta de estilo. A veces puede que alguno la lleve con las dos asas puestas, pero para ello tiene que ser un guaperas que sea adorado por todas las mujeres, en cuyo caso, aunque se tire un pedo en medio de clase (por poner un ejemplo), siempre quedará bien y todos le aplaudirán y dirán "qué grande es este tío que se tira pedos en clase".
Dejando a un lado todo lo anterior, proseguimos con el hilo central de este capítulo mencionando más preocupaciones del Estupal. Por ejemplo, encontrar el libro que se busca en el sitio correcto en la biblioteca y evitar que los empollones (pobres incomprendidos) te asedien para ver qué libro te has llevado. Éstos suelen detenerte para preguntarte cualquier gilipollez y aprovechan el despiste para mirar con el rabillo del ojo tu libro y suspirar con satisfacción cuando ven que el libro que llevas no les interesa.
Después de ello, otra preocupación es encontrar la fotocopiadora de la facultad abierta, cosa que como mínimo es un milagro ya que el que trabaja allí se pasa más tiempo en la cafetería o de baja, que en su puesto. Es esencial tener fichado un lugar donde te hagan fotocopias de libros, y te sabes toda la legislación sobre la reproducción legal e ilegal de obras con derecho de autor mejor que la clasificación de los linfomas (¿alguien se la sabe?). Y por supuesto, donde las fotocopias sean más baratas.
Por suerte, yo no tengo que añadir a la lista de preocupaciones el tener que ir al kiosko que hay al lado de la facultad y humillarme ante su estúpido dependiente para pedirle dos cigarrillos sueltos (cosa que personalmente veo patética, pero el vicio es el vicio y la pela es la pela). El hombre de vez en cuando tiene el día inspirado y gracioso, y hay que reírle las gracias con cara de falsedad porque no hay más kioskos cerca, y no se puede perder el tiempo buscando otros cuando se puede invertir el mismo haciendo cola en la fotocopiadora de la facultad.
Hay muchas más preocupaciones que se analizarán quizás en otras entregas, porque ésta se va extendiendo mucho ya. Pero con lo que he expuesto creo que es suficiente para cumplir mi objetivo, y que comprendas que, ante tantas y tan trascendentales preocupaciones, es lógico que a uno se le olvide de vez en cuando qué hace en la facultad y por qué estudia lo que estudia, y que no está allí colocado para una segunda y macabra versión del Show de Truman. Y lo peor de todo, pensar que no hay ningún motivo para que las cosas sean sustancialmente diferentes cuando uno se convierta en ese médico director de clínica privada, eminencia de su especialidad, cuyos pacientes lo adoran, que da conferencias importantes con mucho público, y que incluso es profesor de facultad.
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