Ya pasó el tormento. Al fin se acabaron las mañanas, tardes y casi noches de estudio; se acabó esa especie de telaraña que comenzaba a tejerse entre mi culo y la silla, los nervios, la sensación permanente de olvido, la memorización de datos estúpidos.
La vida después del examen MIR es el mejor dulce que se podría saborear: tiempo libre, más tiempo libre, y aún más tiempo libre. Nunca me sentí tan contenta al ir a pedir cita al dentista o al médico. Cada diez minutos recuerdo que no tengo que estudiar, y me pongo tan contenta que luego pienso que esto no puede durar mucho. La duración de esta fase maníaca en mi vida (y en la de todos los post-examinados MIR) es de unos cuatro meses, el plazo hasta que se elige destino.
¿Que qué tal el examen? Bueno, es difícil contestar a algo así. Un examen como éste nunca sale bien. Aun cuando se salga con sensación de que fue fácil o difícil, los resultados son inesperados. El que salió contento puede sacar una nota de mierda, y el que salió triste puede tener más de lo que esperaba. Dios es justo, y como no pudo consentir tanta felicidad en cuatro meses, lo aderezó con la angustia e intriga que hay que pasar hasta que salgan los listados definitivos allá por marzo.
Hasta entonces lo mejor es no comerse la cabeza haciendo cuentas, es decir, todo lo contrario a lo que hago yo, que a los dos días del examen ya estaba metiendo mis respuestas en páginas que te hacen estimaciones de nota y puesto. Sus resultados no son fiables, pero algo incontrolable me impulsa a hacerlo. Al menos no me ha dado por ponerme a seguir foros de estudiantes de medicina; esos sí que me ponen los pelos de punta... hay gente mucho más obsesiva que yo, menos mal.
Ahora sólo resta descansar, pensar de vez en cuando en un destino y un lugar... y aguardar al fatídico día en que se sepa algo oficial.
Suerte a los que están como yo, y ánimo a los que os toca aguantarnos.
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