viernes, 2 de enero de 2009

Pequeños chutes de felicidad

El otro día caminaba por la calle mayor de vuelta a casa. Estaba atardeciendo ya, y en el ambiente quedaban los restos del frío glacial del pasado invierno, mezclados con un tierno e incipiente tiempo primaveral, inusitado, que teñía el cielo de colores malva y azul claro. Caminando por aquellos soportales repletos de gente, a paso ligero, miles de olores llegaban a mis fosas nasales. Mujeres perfumadas hasta la saciedad, la tienda de buñuelos plantada en medio de la calle despidiendo un aroma a golosina y aceite requemado que a la vez abría el apetito y lo quitaba, el humo de los automóviles y los extractores de los restaurantes, el puro habano del hombre que caminaba delante de mí, las castañas asadas, mi propio pelo recién lavado cuando la brisa lo depositaba sobre mi nariz... la tarde. Sí, esa tarde tenía su propio olor, más allá de la suma de cada uno de los olores individuales, una esencia indefinible e inolvidable. Dicen que el sentido del olfato es mucho más poderoso que el de la vista o el oído, y ciertamente es así. ¿Quién no ha sentido el corazón dar un vuelco cuando, al percibir ese perfume olvidado, recuerda al viejo amor o aquéllas vacaciones en las islas...? De igual forma, yo evoco las piedras y el calor griego cuando huelo en alguien la colonia que mi madre solía ponerse cuando íbamos a visitar las ruinas; me viene al alma el rostro de mi gran amor imposible al cruzarme con ese muchacho impregnado en Loewe. Y porque el olfato es tan poderoso, aquella amalgama de olores en la calle mayor se coló dentro de mí y me hizo tomar conciencia de algo que, en otras circunstancias y quizás bajo otro estado de ánimo, habría sido simplemente un rutinario paseo más desde el centro de la ciudad hasta mi casa. Me percaté de la tarde en sí misma como entidad, no de sus objetos y sus escenarios. Contemplé el panorama que me rodeaba de una forma diferente a la habitual, mirándolo casi sin verlo, al igual que se distorsiona la dimensión de los objetos cuando se los mira desde una posición muy cercana o muy lejana. No se trataba de observar plano a plano el rostro o la ropa de cada persona con la que te cruzabas, o el no pisar el borde de las baldosas impares en cada paso; tampoco consistía en mirarse a uno mismo en el escaparate o en el portal con cristal de espejo. No era mirar de soslayo las revistas en el kiosko y apartar la vista cuando uno se percataba de que eran de contenido explícito; tampoco se seguía con la mirada a ese coche que circulaba a toda velocidad, o al dichoso niño que teniendo toda la calle para él iba a colarse por debajo de tus piernas. Se trataba de convertir todos esos detalles instantáneos en una única imagen, empujarla más allá de la visión, y transformarla en un paisaje contemplado desde el propio yo, como si ese yo se encontrase en otro plano diferente del espacio. De esa forma, los contornos de la ciudad pasaban a tomar otros colores, y el cielo emergía entre los dos márgenes de la calle mayor. La realidad pasaba a ser una postal, y como tal, se la contemplaba con un pensamiento idílico y para qué negarlo, diferente de como es. Me dio por respirar profundamente y captar todo el aire posible, y aquello me llenó de una vitalidad inusitada, como si en cada centímetro cúbico de aire inspirado se encontrase impregnado un trocito de bienestar, y a mayor inhalación, la sensación se hiciese más placentera. Así, la propia brisa se convertía en una especie de opio que me hacía ignorar a todo el mundo, y caminar con los ojos perdidos en el infinito, guiándome por la calle tan sólo con esa visión lateral que torna las cosas borrosas e imperceptibles, suficiente para no darme de bruces con nadie ni con nada. Y suficiente para dejar que a mi pupila llegara centrada sólo esa percepción que acababa de descubrir, y que pronto se desvanecería. Pensé que quizás el placer de llegar a ese estado de abstracción residiese en su corta duración, puesto que las sensaciones verdaderamente placenteras se caracterizan por su intensidad y por su brevedad. Nunca podrán ser eternas, ya que en ese caso perderían su cualidad, y otras opuestas pasarían a ser las anheladas. También pensé que quizás estaba un poco loca, y que cosas así sólo me podían pasar a mí o a una mente que no tiene cosas más trascendentales de las cuales ocuparse. Pero de ser así, me puedo considerar afortunada de tener esa locura particular que es capaz de regalarme de vez en cuando estos pequeños chutes de felicidad.

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