Cuando llegamos a la habitación del hotel, yo me desplomé sobre la cama exhausta. Habíamos visitado el museo del Prado por la mañana, y pretendimos, o más bien yo pretendí, ver todos los cuadros del museo en el día, lo cual lógicamente fue misión imposible. Al final la ruta turística había terminado conduciéndonos ante algunas obras puntuales que buscamos expresamente, como fueron el famoso Paraíso Perdido de André Bretón, un autorretrato de Van Dyck que llamó la atención de mi compañero, mi adorado San Jorge y el Dragón de Rubens y un por mí completamente desconocido perro semihundido de Goya.
Yo no era ninguna entendida en arte, y apostaría que él tampoco lo era, al menos en el sentido oficial de la palabra, pero de ser así lo disimulaba terriblemente bien. Mostraba predilección por cuadros en los que yo jamás me habría fijado, y hacía algún que otro comentario sobre la técnica de la pintura o sobre los efectos de sombra y luz, al tiempo que yo le escuchaba creyéndome a pies juntillas cada una de sus explicaciones.
Le admiraba, aunque al mismo tiempo se sembraba en mí una pequeña chispa de rabia por tener que ser siempre yo la que tenía algo que aprender. Recuerdo que cuando le conduje orgullosa hasta el San Jorge y el Dragón no mostró emoción alguna al verlo, de hecho ni siquiera había oído hablar de él. A mí ese cuadro me maravilló desde el primer momento en que lo vi cuando una vez de pequeña mi padre me llevó al museo; una imagen cargada de colores, de acción y emoción, de furia y vida, de belleza explícita, como si el caballo de la escena fuese a salirse del cuadro y aplastarme con sus poderosas pezuñas. Que mi idolatrado maestro no compartiese conmigo tal opinión me sentó bastante mal, y como siempre, antes de decidir que aquella divergencia de opiniones no residía más que en gustos diferentes, preferí enfadarme con los argumentos de siempre: que yo no sabía nada de arte y que era una inculta, y que cómo iba a tener yo nivel para saber seleccionar un buen cuadro.
Para rematar, fue después de eso cuando él me llevó a visitar el perro semihundido. Llegamos a la zona del museo dedicada a Goya y allí estaba el perro en cuestión, al fondo de la sala. Él se sentó en un banco cercano, y se quedó en silencio, mirando ensimismado aquella pintura. Yo, para no quedarme rezagada, le imité sentándome de igual forma en el banco, y me puse a analizar minuciosamente el cuadro en busca de algún encanto oculto que sin duda se me escapaba. Mentiría si dijese que fui capaz de captar algo semejante a lo que él parecía paladear segundo a segundo. Lo cierto es que yo sólo veía pintura amarilla y ocre, con una mancha oscura que sí, podría pasar por la cabeza de un perro, pero que sin duda Rubens habría retratado muchísimo mejor. Por unos instantes, llegué a sentir celos de un cuadro.
Pero en la habitación del hotel el perro semihundido y San Jorge y el Dragón eran sólo una sombra somnolienta. Por un momento cerré los ojos y pensé que me iba a quedar dormida, tan cansada como estaba. Cuando los abrí él estaba de pie justo al borde de la cama, mirándome fijamente, con las manos en los bolsillos y una media sonrisa en la cara. Me excité simplemente al verlo así, lejos de los azulejos y del mármol, los cuadros y las estatuas, con su mirada posada en mí por una vez.
Me levanté y lo besé en la boca. Y enseguida, sin preludio, las prendas comenzaron a deslizarse cuerpo abajo. No teníamos ninguna intención de prolongar el tiempo de espera por que nuestra desnudez se tocase milímetro a milímetro; no necesitábamos prolegómenos, conocíamos bien nuestro campo de batalla. El calor y el cansancio parecía exacerbar la pasión y el deseo, porque yo me sentía más excitada de lo normal, y a él le estimulaba sobremanera verme así. Cuando estábamos juntos en situaciones como aquélla, íntimas y sexuales, no le importaba otra cosa que verme excitada y húmeda.
Parecíamos dos volcanes, tanto él cuando palmeaba mis nalgas con fuerza al tiempo que me penetraba, como yo cuando le susurraba que era su puta mientras recibía las embestidas a cuatro patas, chorreando fluidos y excitada a más no poder. Le encantaba escucharme cuando yo, entre gimoteos y suspiros, le decía que sólo él sabía tratarme como lo que era, una universitaria viciosa y guarra. Era lógico que la situación fuese tan morbosa, teniendo en cuenta que todos los días él se situaba al frente de unas treinta muchachas como yo para explicarles los misterios de la neurobiología. Le encantaba sentirse dueño de mi cuerpo, y en realidad a mí me encantaba sentirme suya. A veces alternábamos, y entonces yo le mandaba ponerse de rodillas en el suelo y lamer mis pies, o le retorcía los pezones, cosa que le encantaba.
Fuese cual fuese el papel que adoptásemos, tratábamos de mantener la sensualidad, la sexualidad, el deseo, el ímpetu. En realidad era un flujo cómplice, un entenderse sin palabras ni explicaciones, una entrega mutua, un intercambio invisible. Allí, bajo el sudor, la respiración acelerada y el calor del sexo, éramos dos almas gemelas. Por superfluo que pudiera parecer, en la cama éramos un único ser.
Horas después, cuando nuestra respiración y nuestros latidos se habían calmado, descansábamos envueltos por sábanas, piel y silencio. Permanecíamos allí quietos, con la mirada fija en el techo pero perdida en nuestros mundos, sin duda muy distintos, o en la nada. Era bello que pudiesen existir esos intervalos en los que no echábamos de menos romper el silencio con palabras, como suele suceder cuando alguien no sabe o no tiene nada que decir. A veces el simple gesto de callar podía indicar muchas cosas, como la felicidad de sentirse a gusto con una persona. Pero no se trataba de amor en nuestro caso; nosotros estábamos juntos por un lazo de fuego, y por ello, las llamas terminaban extinguiéndose cuando no había leña que lo alimentase. Las cenizas de esa hoguera, los rescoldos que quedaban humeantes, consistían en la simpatía intelectual entre un hombre maduro y una chica joven que han logrado "conectar", la relación entre un profesor y su alumna predilecta. Hasta yo, que tenía cierta tendencia a enamorarme de cualquier hombre que me prestase un mínimo de atención, sabía que en ese caso mi corazón no se decidía a latir más rápido. Hasta yo sabía que mi corazón, desde su humilde lecho astillado, nunca se entregaría a un hombre que no encontrase el encanto de un San Jorge y el Dragón.
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