domingo, 15 de febrero de 2009

Mi carnaval (Memorias de una amante II)

Todos los días me pinto los labios con un carmín robado por bocas que no amo, me pongo en las pestañas un rimel que se transformará en río negro con caudal de lágrimas, extiendo un maquillaje que cubre los arañazos y cardenales de mi rostro marchito. Soy una pintora de mí misma; al igual que el preso graba en las paredes de su calabozo los días que le restan hasta la libertad, yo decoro los barrotes de mi propia celda con pinturas de colores. Soy una artista hierática, vivo el carnaval cada día del año, construyendo máscaras con las que finjo que el sida no me devora las entrañas, que la heroína no ha corroído mis venas o que lo más cercano al amor que conozco son los billetes de cinco euros extra que algún cliente mete a escondidas en mi bolso.

Lo más triste de todo esto es que yo ni siquiera tengo la cultura y la sensibilidad para expresarlo, que mi sufrimiento sólo puede materializarse en palabras de alguna otra persona que, en algún momento de su vida, decide ponerle pluma a mis secretos. La vida me ha endurecido el corazón, el alma y las palabras. Mi única literatura son las obscenidades que suelto en la calle donde espero clientes, y el precio por ponerlas en práctica.

La noche me recibe como siempre, indiferente y fría. Una falda muy corta y un escote muy amplio son mis mejores galas; los colores chillones camuflan mi negrura. Y todo ello me deja tan desnuda por fuera como por dentro.

Mis clientes son más de lo mismo. Alientos putrefactos que en cada bocanada me recuerdan que al infierno no iré cuando muera, que el cielo para mi será un cadáver que ni siente ni padece. Miradas llenas de odio en hombres incapaces de soportar los fracasos que los han llevado al catre de una desconocida. Cerebros corruptos y sádicos que buscan en mi cuerpo un pedazo de carne sobre el que escupir su humanidad descompuesta.

Mi mayor confidente es un hombre que me extorsiona, que me abofetea cuando la recaudación del día no llega a lo pactado, que clavó la hoja de su navaja en mi costado cuando intenté dejar la prostitución. En algunos momentos me descubro buscando los modos de defenderle, de justificarle, y es entonces cuando comprendo que he tocado fondo. Al final de una jornada de trabajo mi cabeza no tiene capacidad para la sutileza o el análisis, ni siquiera para la autocompasión. Si mi chulo decide violarme, me entrego, y casi siento que hay afecto en sus embestidas de medio minuto sólo porque al final no veré ese odioso billete sobre la mesa recordándome lo que soy. Hay veces en que sus puñetazos no son tan fuertes, y me siento agradecida creyendo que es compasivo. Otras, me miro al espejo con lástima y acaricio las múltiples cicatrices pensando que quizás las merecía. Le miro y puede incluso parecerme atractivo, comparado con la procesión de obesos, ancianos, enanos, paralíticos y lisiados que acuden a mi lecho. Su aliento a tabaco barato resulta una bendición después de rehuir las bocas de tantas almas malditas sedientas de afecto.

Lo más triste de todo puede que ya no sea mi falta de sensibilidad y cultura para expresar estas cosas. Lo peor, quizás, es que ni yo misma me doy cuenta de ellas. Me he disuelto en mi máscara, y me he convertido en el eterno arlequín de mi propio carnaval.

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